LA ASCENSIÓN
DEL SEÑOR
29 - v - 2022
“¿Y dejas, pastor santo,
tu grey en este valle hondo, oscuro,
en soledad y llanto;
y tú, rompiendo el puro
aire, te vas al inmortal seguro?”
He ahí
la primera estrofa de su “canto a la Ascensión”, en el que uno de nuestros
grandes poetas, el agustino fray Luis de León, al contemplarlo alejándose,
camino del cielo, en este día de fiesta, le llevó a formularle la pregunta
inicial, expresándole el hondo sentimiento que le embargaba, aunque bien sabía
el poeta que Cristo ya había dicho a sus Apóstoles y, en ellos, a cada uno de
nosotros: yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos
(Mt 28, 21).
Dice san
Lucas: Cuando miraban fijos al cielo, mientras Él se iba marchando se les
presentaron dos hombres, vestidos de blanco, que les dijeron: Galileos, ¿qué
hacéis ahí plantados mirando al cielo? (Hch 1, 11). Era esta la llamada a
iniciar lo que ya les había dicho con antelación: Id al mundo entero y predicad
el Evangelio a toda la creación (Mc 16, 15). Era el encargo que les hacía, como
discípulos depositarios y testigos de lo que habían visto y oído; testigos muy
concretamente de la Resurrección de Jesús, como iba a ser la condición que
pondrá el apóstol Pedro en la elección de Matías. Las palabras testigo y
testimonio priman por su uso, aunque con harta frecuencia terminan despojadas
de su auténtico contenido en la sociedad; puede que también algunas veces
dentro de la propia Iglesia.
Dar
testimonio con la propia vida es la consigna de los que toman la vida en serio.
Dar testimonio del Evangelio es haber tomado en serio su doctrina. Todo apóstol
(que significa enviado) debe dar testimonio en fuerza de su misma misión. La
causa de Cristo es su propia causa. Sin esto no hay verdadero compromiso
cristiano. El cristiano es un testigo, término este que, desde sus orígenes
semánticos griegos, significa sencillamente mártir, que es quien ratifica
heroicamente su fe cristiana.
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